Españoles olvidados que antecedieron a Galileo y Darwin

 La historia no suele ser del todo justa con sus protagonistas, hasta el punto de que personajes claves en el progreso del conocimiento humano son totalmente desconocidos, no existen. No exagero en decir que quien mejor vende su historia determina en parte el prestigio de su apellido y nación. Tal es el caso de Domingo de Soto y Félix Azara, dos personajes del Imperio Español cuyas ideas contribuyeron al nacimiento de la ciencia moderna y que, sin embargo, han pasado desapercibido a lo largo de los siglos. Mi entrada de hoy es un homenaje a ellos.

No estamos aquí por arte de magia sino por un proceso de evolución. Las especies nuevas provienen de especies preexistentes. Aunque hoy en día decir esto no nos sorprende, el 24 de noviembre de 1859 causó un gran revuelo público. El británico naturalista Charles R. Darwin (1809-1882) había publicado ‘El origen de las especies’, donde introdujo la teoría científica de que las poblaciones evolucionan durante el transcurso de las generaciones mediante un proceso conocido como selección natural. Presentó pruebas de que la diversidad de la vida surgió de la descendencia común a través de un patrón ramificado de evolución. Darwin incluyó las pruebas que reunió en su expedición en el viaje del Beagle en la década de 1830 y sus descubrimientos posteriores mediante la investigación, la correspondencia y la experimentación.

Pocos saben que un año antes de esa publicación, Darwin recibió una carta de otro naturalista británico, Alfred Russel Wallace (1823-1913), pidiéndole consejo sobre una ‘teoría’ que estaba desarrollando. Darwin quedó helado. Le preguntaba acerca de la selección natural como mecanismo de la evolución. Wallace había llegado, de manera independiente, a las mismas conclusiones que Darwin.

Hoy, Darwin y Wallace son considerados coinventores de la teoría de la selección natural.

78 años antes, en 1781, el lugarteniente, además de cartógrafo y científico, Félix de Azara (Barbuñales, Huesca, 1742-1821), fue autor de cabecera para Darwin. En sus viajes al Nuevo Mundo, principalmente Sudamérica, catalogó hasta 448 especies y planteó la posibilidad de una evolución de las especies observando las distintas clases de aves. Se sabe que Darwin conoció las obras de Azara (‘Viajes por la América Meridional’) y siguió su rastro por América y, de hecho, lo cita una quincena de veces en su ‘Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo’, dos en ‘El origen de las especies’ y una ‘El origen del hombre’. Como curiosidad, en sus viajes estuvo acompañado por su ayudante José Gervasio Artigas, posteriormente uno de los artífices de las independencias de Argentina y Uruguay.

 

Retrato de Félix de Azara(Fco. de Goya)

 Galileo Galilei (1564-1642) es otro icono histórico de la ciencia, casi un antes y después de las teorías asentadas hasta el siglo XVII, por lo que es considerado el padre de la ciencia moderna. Además de romper con el aristotelismo gracias el método científico, reinventó el telescopio para la observación del cosmos y el descubrimiento de las manchas solares, los valles y las montañas lunares, los cuatro satélites mayores de Júpiter y las fases de Venus, y fue un vehemente defensor del copernicanismo (que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés). Sin embargo, su mayor contribución para la ciencia fue demostrar la aceleración universal que tienen los cuerpos en la Tierra en su obra ‘Ley de Caída de los cuerpos’. Según se dice (aunque no hay consenso entre los historiadores), desde lo alto de la torre de Pisa, el mismo Galileo dejó caer simultáneamente dos esferas: una pesada de hierro, y otra más ligera, de madera. A pesar de la gran diferencia de peso, ambas esferas caían juntas y llegaban al suelo en el mismo instante. Las velocidades de ambas aumentaban conforme caían, pero siempre se mantenían iguales entre sí; es decir, en su caída se aceleraban de igual manera. Galileo supuso que la gravedad actuaría de igual forma sobre todos los cuerpos y enunció en la ley: 'en el vacío, los cuerpos caen con la misma aceleración'. De ser así, una bola de hierro y una pluma caerían a la vez, algo que no es intuitivo de primeras ya que en el mundo ‘real’ está la resistencia del aire. Su hipótesis debía comprobarla con medidas experimentales que dieran lugar a una ley precisa (de nuevo, siguiendo el método científico). Pero Galileo no podía medir con suficiente precisión el tiempo y el espacio recorrido por un cuerpo en caída libre, pues la caída se realiza demasiado rápido. Por esta razón, en palabras de Galileo, decidió 'diluir la fuerza de gravedad' haciendo que una esfera rodase por un plano inclinado, y repitió las mediciones en planos que cada vez tenían mayor pendiente, en unas situaciones que así eran cada vez más parecidas a la caída libre en vertical. Si se ignoran las sucesivas pérdidas de impulso debidas al rozamiento, la bola pasa a la misma velocidad por el punto más bajo de su trayectoria, igual que ocurre en el péndulo, con independencia de cuál sea la pendiente del plano. Así, estableció la ecuación d = g·t2, en la que d es la distancia recorrida por la bola, t es el tiempo que tarda en recorrer esa distancia y g el valor de la aceleración debida a la gravedad, que depende de la inclinación del plano, siendo máxima cuando la caída es libre o, lo que es equivalente, cuando el plano es perpendicular a la superficie de la Tierra.

El trabajo de Galileo se considera un ejemplo de conflicto entre religión y ciencia en la sociedad occidental al considerarse una herejía.

Sin embargo, pocos sabréis que, curiosamente, fue religioso español el que ya intuyó las ideas de Galileo casi un siglo antes. Domingo de Soto (Segovia, 1494 – Salamanca, 1560), fraile dominico y profesor de teología en la Universidad de Salamanca, estipuló en su obra ‘Quaestiones’ (1545) que ‘cuando un grave cae a través de un medio homogéneo desde una altura, se mueve con mayor velocidad al final que al principio […], pero además su velocidad se incrementa de un modo uniformemente disforme’. ¿Os suena al algo de lo que acabamos de leer? Y no solo eso, sino que además llegó a la conclusión de que la Tierra es quien mueve los cuerpos en caída libre, incluso sin estar en contacto con ellos. Rompía así con uno de los postulados aristotélicos de la física antigua por los cuales, y no bromeo, se estipulaba que los cuerpos caen a la tierra porque la ‘quieren’. En su obra desveló que la distancia cubierta por un cuerpo en caída libre podía ser obtenida con el llamado teorema de la velocidad media para el movimiento constante acelerado (‘uniformiter disformis’). El teorema venia que si, por ejemplo, dejamos caer un cuerpo (velocidad inicial igual a 0) y al llegar al suelo lleva una velocidad final de 10, la distancia recorrida será la misma que si va con una velocidad constante igual a la media de esos dos extremos (la velocidad media entre 0 y 10 es 5). Evidente, pues, el adelanto del futuro resultado de Galileo.

 

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