Sobre la (in)mortalidad

 A medida que conocemos más sobre el envejecimiento, cada vez son más las voces de expertos que lo consideran una enfermedad más que podría curarse en un futuro. Al margen de los dilemas que esto pueda plantear en ese futuro (pensadlo por un momento), como qué pasaría si la gente no se moriría o quién podría acceder a €$o$ m€dicam€nto$, por citar a bote pronto esas cuestiones, lo cierto es que a día de hoy es más ficción que realidad. Por no decir, evidentemente, que hay problemas mucho más urgentes que ser inmortales… En medicina, por ejemplo, los esfuerzos sensatos deberían invertirse, no en buscar la inmortalidad como un don para un puñado de personas con grandes recursos, sino en mejorar la supervivencia de tumores malignos, enfermedades neurodegenerativas, de diabetes y obesidad, es decir, en mejorar la calidad de vida.

Os recomendaría desconfiar de primeras, o al menos cuestionar, a la gente que, sean o no científicos, afirmen que pronto habrá una cura contra el cáncer o el envejecimiento. Solo la gente que de verdad trabaja de lleno en eso es consciente de la insensatez de esas afirmaciones, pues son procesos que engloban múltiples variables y, por resumirlo, se trata de varias enfermedades a la vez y no solo de una. El hecho de estar compuestos por varias células ya trae consigo el riesgo de envejecer o contraer cáncer. Elefantes, jirafas, plantas, humanos, insectos, etc. todos nosotros nos vamos degradando poco a poco desde que nacemos. Al principio contamos con una fuente vital de reparación que, si bien no es infalible, permite posponer esos desajustes metabólicos y genéticos después de nuestra ventana reproductiva. Por eso, encontramos personas con cáncer en el grupo de población más envejecido, al igual que la demencia, Alzheimer, diabetes, etc. Y no he dicho ancianos, sino envejecidos, ya que el envejecimiento puede acelerarse.

Envejecer es, muy resumidamente, perder capacidad reparadora. De manera que, si nos exponemos a daños, provengan de donde provengan, aceleramos ese desgaste en la capacidad de reparación de nuestro ADN y de tejidos que hace que se vayan acumulando esos daños. El envejecimiento actúa así en retroalimentación positiva, ya que crecer exige invertir energía en multiplicar y expandir nuestras células, algo que consume capacidad reparadora de nuestro organismo y, si no lo mitigamos día a día, llegamos a cierta edad más envejecidos y con mayor riesgo de desarrollar cáncer. De nuevo, cáncer y envejecimiento están íntimamente relacionados. Huelga decir que esos daños pueden proceder del consumo de, vale, suena trillado pero hay que mencionarlo, alcohol, tabaco, o radiaciones de onda corta (desde UV al los gamma, pero no me malinterpretéis con las de onda larga tipo la de los móviles, que tienen menos fuerza que la que viene de una bombilla). Pero también pueden proceder de dentro de nosotros, como del cortisol que se genera cuando estamos estresados.

Como en todo, aquí también hay matices, y el daño, el envejecimiento, será tanto mayor cuanto más crónico se haga ese daño. Si bien un poco de estrés es beneficioso para activar esos mecanismos de protección, prolongarlo lo desgasta hasta el punto de no ser rentable para el funcionamiento del organismo. Un ejemplo es el estrés durante la época de exámenes. Resulta beneficioso en el sentido de que nos pone a estudiar, ya que ese estrés procede de que somos conscientes de la importancia de esos días para nuestro futuro. Igualmente, ante un daño nuestro organismo se inflama para cercar la zona dañada e irrigarla con nutrientes, defensas y demás recursos reparadores. Pero una vez se prolonga resulta contraproducente para el bien común del resto de células y tejidos del organismo.

Esa capacidad reparadora procede de esa fuente vital que he mencionado anteriormente, que no es sino las células progenitoras, las empleadas en la renovación de los tejidos. Se agotan no solo funcionalmente (menos brío reparador), sino también en número. A partir de los 50, misteriosamente estas células caen exponencialmente en lo que se denomina colapso clonal. Para ilustrarlo, está el ejemplo de una mujer que vivió hasta los 115 años y cuyo genoma fue secuenciado. Identificaron el número de una clase de esas células progenitoras, entre los muchos tipos que hay están las hematopoyéticas, que dan lugar a la enorme variedad de células sanguíneas, y observaron que todas ellas procedían en el momento de morir de solo dos de estas células. El ser humano parte, cuando nace, de unas 20.000 células hematopoyéticas en la médula ósea.

Por el camino ocurren muchas más cosas, como la pérdida en la integración de las señales y comunicación entre las células, el acortamiento de los telómeros, etc. Y, actualmente, se sabe muy poco de cómo intervenir para curar todos estos procesos. Sabemos que se ralentizan desde la prevención, es decir, no dañando más de la cuenta a nuestro cuerpo, y aquí ya os imagináis a lo que me refiero. Como complemento a la prevención, existen también fármacos que se están desarrollando poco a poco para ralentizar el envejecimiento. Una vez más, me gustaría señalar que no estoy diciendo para curar el envejecimiento, sino para envejecer con independencia. Con canas y arrugas, pero sin Alzheimer, diabetes, osteoporosis, insuficiencia cardiaca y todas las dolencias relacionadas. Algunos de ellos son la metformina, bien conocido por las personas con diabetes tipo 2 que, además de controlar la glucosa, parece proporcionar efectos anticancerígenos. Tenemos también un antibiótico, la rapamicina, que funciona como inmunosupresor y que también se ha demostrado impide la participación de una proteína activa en la multiplicación de células, por lo que se está utilizando como tratamiento oncológico. Extraído de frutas y verduras, la quercetina (un flavonoide) se que ha demostrado su capacidad para inducir selectivamente la muerte de las células senescentes. Interesante también son los potenciadores del NAD+. El NAD+ es un compuesto que se encuentra en todas las células del organismo, y juega un papel clave en la reparación del ADN. La administración de un precursor o potenciador de este NAD+ podría reparar los daños que tienen lugar en el ADN por el envejecimiento. De momento, solo se ha demostrado en ratones, aunque David Sinclair, uno de los investigadores que apoya estas investigaciones afirma que es un candidato estrella porque responde bien para tres indicadores básicos de salud: resistencia a la insulina (una condición que eleva el riesgo de diabetes), inflamación y el desgaste muscular.

Recientemente, he topado trabajando en mi tesis un compuesto azucarado denominado metilglioxal, que se acumula en las células cuanto más acelerada esté la glucólisis, es decir, la vía principal por la cual se queman los azúcares para que la célula obtenga energía. Por eso se encuentra en altas concentraciones en personas que desarrollan diabetes. Es sumamente tóxica para la célula. Su toxicidad radica en que glica proteínas, esto es, que debido a su estructura química forma una serie de reacciones rápidas e inestables con los aminoácidos que forman las proteínas de su entorno y termina por destruirlas. Sin embargo, si bien es altamente tóxico para nuestras células, también lo es para otras células que pueden estar perjudicándonos. Así, a concentraciones muy bajas tiene utilidad para distintos tipos de bacterias como los estafilococos, como el estafilococo áureo resistente a la meticilina, el cual resiste a prácticamente todos los antibióticos. También es eficaz contra la bacteria responsable de la mayoría de úlceras de estómago y duodeno, la Helicobacter pylori. Pero lo más prometedor es haberlo usado con éxito contra células cancerosas de ratón (sarcoma [1]) y de humanos (neuroblastoma [2], leucemia [3], células cancerosas de colon y próstata [4]) por su efecto inhibitorio del crecimiento celular o tumoricida.

Y, sin quererlo, a raíz de estudiar el metilglioxal en plantas como indicador de su posible diabetes, topé con otro derivado azucarado llamado N-acetilglucosamina. La encontramos por ejemplo en la leche materna humana, y es un azúcar simple que se adhiere metabólicamente a las proteínas de la superficie celular para intervenir en el control de la función celular. Una investigación reciente en ratones plantea la esperanzadora posibilidad de que la N-acetilglucosamina pueda utilizarse como tratamiento para restablecer la mielina que se pierde en la esclerosis múltiple [5]. No lograr una remielinización robusta después de la desmielinización inflamatoria en la esclerosis múltiple es lo que conduce a la discapacidad crónica y a la neurodegeneración típicas de esta enfermedad. Es también precursor de algunos glucoesfingolípidos que forma parte de la membrana plasmática que envuelve a las células, y que intervienen en el reconocimiento celular, la adhesión celular y en la recepción de señales químicas. Por esa razón, la N-acetilglucosamina ha sido propuesta para el tratamiento de enfermedades autoinmunes. Como aficionado al deporte, me sorprendió además que la N-acetilglucosamina se venda sin receta como suplemento para recuperar la fatiga muscular y el daño articular. En efecto, es precursor de los llamados glucosaminoglucanos, como el ácido hialurónico del tejido conjuntivo que forma, junto con el colágeno los cartílagos, tendones y ligamentos. Después de todo este rollo, espero haber podido desmentir algunos mitos del envejecimiento y compartir algunos de los compuestos prometedores que ralentizan este proceso. En mi opinión, como he dicho la inmortalidad no debería ser el objetivo, sino mejorar el nivel de vida. Tarde o temprano todos moriremos y es sano ser conscientes de ello. Estamos aquí para amar y conocer, y cada día me maravilla todo lo que se puede aprender. Poder disfrutarlo con todas nuestras facultades, el mayor tiempo posible, es lo que debería promover el querer vivir más y mejor, congruente con nuestra dignidad, pues algún día terminará.

 


 





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