No es conspiración, es ecología

 Creedme, no hay conspiración. Otra cosa es que la política actual, cada vez más polarizada y cuyos recitales recuerdan a regímenes que ya dejamos atrás, usen la pandemia actual como oportunidad de voto. Y ojalá que solo se quedara en eso, pues ya se asume que los políticos son como esos parásitos oportunistas que en cuanto hay una herida aprovechan para penetrar en ella y nutrirse y dejar sus huevos. Pero no, la actual epidemia está siendo una excusa perfecta para aprovechar el potencial de la tecnología y tenernos más controlados. Siempre lo hemos estado, pero ahora se disimula menos en nombre de la seguridad.

Dicho esta perogrullada, cuyo extracto valdría para cualquiera de las epidemias por las que ha pasado la humanidad, debemos no buscar más tres pies al gato. Sé que muchas de nuestras vidas son aburridas, y ese plus de creernos en medio de una conspiración mundial, de un virus artificial, de que somos de los pocos en habernos dado cuenta del engaño, de la plandemia, etc. nos da algo más de vidilla. La realidad es mucho más terrorífica y exige ser un poco más creativo a la hora de poder solucionarla, y la única herramienta que tenemos es la el escepticismo y la observación, es decir, el conocimiento, la ciencia.

La ciencia nos construyó un mundo mejor, y nosotros nos confiamos, nos engreímos y decidimos que ya no merecía la pena invertir en ella. Total, con lavarse las manos y poner alcantarillado, unas vacunas y antibióticos por aquí y por allá, ya fue suficiente para cuadriplicar la población mundial en apenas 100 años.

Pero el nuevo coronavirus no es sino otro recordatorio de lo insuficiente que fueron esas medidas y un tirón de orejas a la generación actual. Y no, no fue creado como arma biológica, sino que simplemente se ha colado por fisuras de las que estábamos advertidos. Fisuras de ignorancia, de desconocimiento. Por eso no está mal comenzar por ser conscientes de algunos datos:

-Una cuarta parte del total de nuestras enfermedades son infecciosas.

-Todas están provocadas por más de 1.400 especies patógenas conocidas: virus, bacterias, protozoos, helmintos (“gusanos”) y priones (proteínas muy peligrosas, como las de las vacas locas).

-El 61% de todas estas infecciones son zoonóticas, es decir, han saltado de los animales a los humanos. Y de estas, el 75% son emergentes: son totalmente nuevas, o existen desde hace tiempo, pero se hallan hoy en expansión.

-La más reciente, la responsable de más de 1 millón de muertos, la covid-19, probablemente tiene su origen en una especie asiática de murciélago.

-Otras más antiguas, como la tuberculosis (1.5 millones de muertos), el sarampión (2.6 millones de muertos al año antes de la vacuna en 1963) o la viruela (500.000 millones de muertes en sus últimos 100 años de existencia), también son zoonosis y nos llegaron de animales domesticados hace 10.000 años, aunque hoy se transmiten entre personas (si bien la viruela está erradicada).

-Muchas otras las causan patógenos transmitidos por vectores animales (mosquitos, chinches, garrapatas, pulgas de las ratas, etcétera). Entre ellas destaca la malaria, provocada por un parásito que transmiten ciertos mosquitos y que causa entre 400.000 y 600.000 muertes al año.

Por lo tanto, el único laboratorio del que salió el actual coronavirus es la propia fauna silvestre a la que hemos invadido, llevados a jaulas y amontonados sobre lechos de paja, en mezcla con otros especímenes muertos, con heces, orina y sangre. Vamos, un ambiente ideal para el contagio entre animales y, también, de las personas que los manipulan y consumen

Esta zoonosis es además más contagiosa en regiones donde hay más especies en riesgo de extinción, en zonas fuertemente alteradas y mayor pérdida de superficie forestal, donde los animales salvajes se encuentran más débiles y estresados, llenos de parásitos y medio moribundos. Estas especies que se multiplican en los entornos transformados por los humanos (sobre todo roedores, murciélagos y aves paseriformes) actúan como vectores de patógenos, y además albergan en su cuerpo una mayor variedad de ellos, algunos nocivos para nuestra especie.

Si a esto añadimos un mundo hiperconectado y aglomerado, esas fisuras de la ignorancia se ensanchan todavía más, facilitando que el virus se disemine a gran velocidad por los viajes en avión, que se aproveche de las deficiencias de vigilancia y que se amplifique por los nacionalismos y las desconfianzas mutuas.

El caos político, el cambio climático, la urbanización, la deforestación: todos estos factores lastran nuestro progreso. Ya podemos diseñar todas las vacunas y los fármacos que queramos, pero a menos que consigamos solventar esos problemas señalados, siempre estaremos atrasados. Esto en concreto me recuerda cómo siempre buscamos soluciones generales a todo, como una “bala” única para acabar con todo. El mejor ejemplo son los antibióticos en medicina o el glifosato en agricultura. Subestimamos el poder de la selección natural en esas bacterias o malas hierbas a las que nos enfrentamos, y esa falta de visión integrada, preventiva, de que no solo una cosa podrá arreglarlo todo a largo plazo, nos está condenando. En el ejemplo actual de la pandemia, la bala del confinamiento es eficaz, pero no se puede mantener indefinidamente. Además, acarrea toda una serie de riesgos graves de salud mental y de otras patologías cuando se interrumpe la asistencia sanitaria habitual. Mediante las cuarentenas se puede impedir que el microbio circule durante un tiempo, pero no se puede impedir que aparezca un virus nuevo y que encuentre un hospedador humano favorable. Lo que sí podría prevenir o reducir esa posibilidad es una mayor prosperidad y una distribución más equitativa de la riqueza: suficiente para que los aldeanos del sudeste asiático no tengan que cazar murciélagos a fin de complementar sus ingresos, o para que los empleados de todo el mundo no tengan que ir al trabajo enfermos por no disponer de bajas retribuidas.

Sin duda, también hay que reactivar las inversiones en preparación y educación. Como mejor ejemplo de lo primero es que se estima que entre 2000 y 2016, la vacuna contra el sarampión evitó unos 20.4 millones de muertes, lo que la convierte en una de las mejores inversiones en salud pública. Y como ejemplo de la falta de lo segundo en la forma de lobbies y movimientos absurdos está haciendo que la enfermedad vuelva a regresar a Europa causando ceguera, inflamación cerebral y muerte a muchos niños.

En resumen, el cambio global, el conjunto de transformaciones a las que está sometido nuestro planeta (la fragmentación de los bosques, la expansión de los monocultivos y del riego, el uso de productos tóxicos, el ascenso de las temperaturas y los episodios meteorológicos extremos), la superpoblación, etc. está debilitando los hábitats y la supervivencia de millones de especies a las que sin quererlo terminan topando en muchos mercados. A su vez, esto también causa que los depredadores de dichos vectores desaparezcan, los cuales serían nuestra mejor vacuna. Donde hay que trabajar es justo ahí, en la raíz del problema.

Y una nota positiva, un ejemplo esperanzador a seguir, es como el de algunas de las medidas con las que puede paliar esta zoonosis: la gestión ambiental y la lucha biológica. Los setos, los bosques galería (los que crecen a lo largo de los ríos o alrededor de las zonas húmedas) o los árboles dispersos en zonas de cultivo mantienen estables las poblaciones de depredadores de los vectores, y en las pequeñas lagunas de aguas limpias pueden vivir peces que comen larvas de mosquitos, por ejemplo. Fue con medidas de este tipo, sobre todo, como se extirpó el paludismo en España en 1964.

 

Pangolín (reserva Madikwe Game, Sudáfrica)


Comentarios

Entradas populares de este blog

Los entresijos de la realidad a examen: el experimento de la doble rendija

Wealthy anti-GMO society

DesNortados

Españoles olvidados que antecedieron a Galileo y Darwin

Cobertura vegetal y rotaciones para una agricultura en obligada expansión