Venom (in real life)

 Venom es uno de mis villanos favoritos. Se trata de un simbionte alienígena que se adhiere al cuerpo de su huésped y, si está en cierta sintonía con él, lo protege a la vez que le otorga superpoderes.

Eh… vale, un momento… ¿pero esto no era un blog de ciencia?— Tranquilos, lo sigue siendo. Pero con el tráiler de la película me he emocionado y además me ha dado para pensar.

La descripción de Venom bien podría ser la de otros simbiontes que habitan nuestro organismo y nos protegen. Sin ellos, no sobreviviríamos. Nos hacen, en cierto sentido, super-organismos.

Y es que, puede que no lo sepas, pero la mitad de tu cuerpo, de ti, son puras bacterias. Donde más se concentran son donde hueles mal, esto es, tripas, boca y piel (sobre todo ciertas partes de ésta). Por mucho que te laves será imposible que diluyas por la ducha a ese simbionte… Y menos mal, porque todo ese microcosmos compuesto por bacterias, virus, hongos y pequeños animalillos es un verdadero "chaleco antibalas" en el fuego cruzado que tenemos en el medio ambiente. Como seres vivos que todos somos, ellos también luchan por su territorio y, si están a gusto donde están— les damos calor, nutrientes y humedad—, harán lo posible por quedarse ahí. De manera que, si algunos otros patógenos intentan invadirles (e invadirnos dicho sea de paso), no los dejarán pasar mientras el territorio que ocupan siga mereciéndoles la pena. Sobra decir que el objetivo es que se queden los microorganismos beneficiosos y no los “malos”, y además en una cantidad, digamos, equilibrada para nuestro organismo.

Obviamente, la impronta bacteriana con la nacemos será decisiva, y ya que la placenta es relativamente aséptica, cada vez se es más consciente de los peligros de una cesárea y de una extrema higiene con los recién nacidos. De hecho, muchos doctores plantean la necesidad de que los recién nacidos que nazcan por cesárea en los hospitales sean impregnados, literalmente, con el fluido vaginal de la madre para evitar alergias en el futuro. La evolución tiene aquí mucho que decir, pues así es como en teoría debería ser en la naturaleza y es así como tenemos la primera oleada de gérmenes protectores.

Por supuesto que la comida, nuestra propia genética y en general las sustancias a las que estamos expuestos, consciente o inconscientemente, son decisivas para un buen chaleco antibalas. De ahí que el microbioma es único en cada individuo y cambiante a lo largo del tiempo.

De suma importancia es lo que comemos. Pues, los alimentos que ingerimos no solo son para alimentarnos a nosotros, sino a toda esa microbiota acompañante.

Es preciso no caer aquí en dietas rimbombantes como la macrobiótica, que desde ya digo que se aleja totalmente de la evidencia científica y de cualquier fundamento sólido, inclusive clasificar los alimentos como yin o como yang… No os dejéis llevar por Master Chef, la Esteban o Milá sobre sus consejos de salud con sus enzimas y tal.

Cerrado el paréntesis, puesto que lo que comemos lo hacemos “yo y mis bacterias”, éstas deben también desmenuzar, fermentar o digerir todo alimento que les llega, y así es como se van conformando las colonias en base a lo que ingerimos. Por lo tanto, lo que comemos les afecta, y si les afecta lo notaremos nosotros. De ahí que, si comemos bien, las bacterias serán buenas, pero si comemos mal irán a peor y nosotros también. Los cambios en las bacterias pueden afectar a la ingesta de alimentos haciendo que se coma más o influyendo en el metabolismo de hidratos y grasas y en la capacidad del hígado para almacenar sustancias.

La recomendación para proteger nuestra flora sería limitar los azúcares sencillos y las grasas. ¿Por qué? Aunque ya todos sabemos más o menos que cuanto menos procesado esté un alimento más saludable es, (es decir, mejor una pechuga de pavo que una hamburguesa, un queso fresco que un tranchete o una manzana que un zumo Don Simon de manzanas, por ejemplo), pocos sabemos que parte de sus beneficios es por cómo de bueno lo es también para la microbiota. La razón estriba en que los alimentos procesados han perdido por el camino propiedades saludables de la materia prima, que es principalmente la fibra, en pos de ganar una textura y sabores más tentadores que, junto con el marketing, los hacen más atractivos para el consumidor. Y es que, el problema es que la mayoría de los carbohidratos, proteínas y grasas se absorben en el torrente sanguíneo antes de llegar al intestino grueso, y no queda nada para la flora intestinal.

La excepción es en la boca, donde los alimentos dulces y ricos en azúcares libres sí que son un festín directo para las poblaciones de bacterias. El azúcar que permanece en la boca son una fuente directa de energía para las ellas, cuyos deshechos son especialmente ácidos y causan un deterioro y desmineralización en la estructura del esmalte dental. Esa acidez en la boca propicia un nuevo entorno para poblaciones que les gusta el pH bajo, como Streptococcus mutans, los Lactobacillus y Actinomyces, causantes de las caries. La caries es además sello de nuestra especie, cuya incidencia en los humanos modernos se incrementó exponencialmente a partir del Neolítico, periodo en el que aparece la Agricultura, con el consumo de más azúcares y más difíciles de eliminar

La “piel” de la fruta y la verdura, las legumbres y los granos integrales (arroz y harinas de verdad 100% integrales) tienen bastante fibra que los seres humanos no podemos digerir (nos faltan las enzimas para ello). Así, pueden llegar al intestino grueso y alimentar a las ingentes colonias que conforman la microbiota, que sí tienen las herramientas para digerirla.

Esto explica por qué los zumos, o abusar de ellos, como es toda la moda que hay ahora entorno a los batidos y tal, no sean ni de lejos tan saludables como dicen ser. Al exprimir la fruta y verdura se rompen las células que la componen y todo lo que éstas contienen, dejando libre el azúcar (la fructosa) y su elevado índice glucémico. Además, haciendo zumitos eliminas el poder saciante que tiene la fruta al meterte varias piezas que te hartarían si las masticaras, por no hablar del chutazo de azúcar que te metes concentrado.

Los alimentos procesados, además, integran en su composición diversos aditivos, algunos de los cuales pueden alterar la composición y localización de la microbiota e inducir inflamación intestinal. Así lo han confirmado dos estudios publicados en la prestigiosa revista científica de Nature, donde dos tipos de emulsionantes, polisorbato 80 y carboximetilcelulosa (aditivos que se añaden a los alimentos más procesados para mejorar su textura y extender su vida útil), provocan inflamación intestinal, lo que incrementa notablemente el riesgo de desarrollar enfermedades como la obesidad o el síndrome metabólico (un grupo de trastornos muy comunes relacionados con la obesidad que pueden conducir a la diabetes tipo 2, y a enfermedades cardiovasculares y/o hepáticas).

La necesidad de tener bien alimentadas a las bacterias también radica en que éstas no solo comen, sino que generan residuos, y muchos de ellos son nutrientes para nosotros, como ácidos grasos de cadena corta como el acetato, propionato y butirato. Estos ácidos grasos de cadena corta pueden alimentar las células en el colon, lo que provoca una reducción de la inflamación en el intestino y mejoras en diversos trastornos digestivos como el síndrome del intestino irritable, la enfermedad de Chron y la colitis ulcerosa. Y al contrario, desajustes en la flora microbiana, por mala salud de las colonias o sustitución de éstas por otras especies más agresivas para nosotros (sease por abuso de antibióticos, una mala dieta o infección), pueden liberar sustancias nada saludables para nuestro organismo. De nuevo, la “dieta occidental”, o alimentos con alto contenido de grasas, azúcares y carbohidratos simples, se ha relacionado con una serie de enfermedades crónicas en los Estados Unidos y Europa, incluyendo la epidemia de obesidad y un aumento de la incidencia de la enfermedad de Alzheimer.

En conclusión, hemos sabido durante algún tiempo que el exceso de grasa y azúcar no son buenas para nosotros, pero cada vez se sabe más que no lo son tampoco para nuestras bacterias. No es sólo la comida lo que está influyendo en nuestro organismo, sino una interacción entre la comida y los cambios microbianos.



 

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