¿Cómo de poderoso es el conocimiento?

De cuando en cuando lees algo por algún lado que se te queda grabado. Topa con una antena o sensibilidad tuya que, muchas veces de forma inconsciente, te afecta todo el día. Parecerá una tontería, pero esta frase de hace bien de tiempo (Heródoto, s. V a. C), me incomodó:

De todas las miserias de hombre, la más amarga es esta: saber tanto y no tener dominio de nada”.

Los que ya me conocen sabrán que siempre he padecido de insomnio. Y ya hace mucho aprendí que tratar de quedarme dormido por el simple hecho de quererlo era inútil. En lugar de perder el tiempo, decidí calmar mi mente escribiendo. Pero no sobre facturas y gastos que para nada ayudarían a dormir mejor, sino de otro tipo de cosas. Y creo que hoy, toca sobre esa paradójica frase. Si el conocimiento y la información es poder, ¿cómo es que un becario que trabaja en la lucha contra el cáncer cobre 800€ al mes, y una estúpida participante de un reality publique uno de los libros más vendidos del país?

Se puede considerar que la razón de dicha paradoja es que la verdad no vende, a no ser que sea placentera. En este sistema neoliberal de compra-venta desenfrenada para crecer y prosperar, el cliente es el que manda. Y manda porque va a comprar lo que le hace sentir bien, en un contexto preciso. Por mucho que una empresa se gaste millones en contratar buenos ingenieros para diseñar un coche, la última palabra la tendrá el cliente si le gusta lo que ve. Lo mismo la ‘escritora’ del reality, si lo que escribe vende, no tendría por qué envidiar a un Bécquer.

Esto no es algo trivial, pues se extiende a todos y cada uno de los ámbitos de la vida. En la historia, ninguna cultura ha concedido nunca tanta importancia como ahora a los sentimientos, los deseos y las experiencias humanas. La concepción humanista de la vida como una serie de experiencias se ha convertido en el mito fundacional de numerosas industrias modernas, desde el turismo al arte. Los agentes de viajes, escritores o los chefs de restaurantes, por ejemplo, no nos venden billetes de avión, hoteles, poemas bien escritos o cenas sofisticadas: nos venden experiencias nuevas. En la ética que impera hoy en día, el lema de los humanistas es: si hace que te sientas bien, hazlo. En política, el humanismo nos enseña que el elector es quien mejor sabe lo que le conviene. En estética, el humanismo dice que la belleza está en los ojos del espectador, y así podríamos seguir.

Anteponer al cliente, el individuo y sus sentimientos por encima de todo, incluido Dios, fue una gran revolución. Ya no hay dioses a los que consultar y obtener respuestas, porque las obtenemos de nosotros mismos, concretamente de nuestras emociones. Si algo o alguien me hace sentir mal, es malo, y estoy en todo el derecho de huir de ello.

Y hasta esto hemos llegado cuando nos fuimos dando cuenta que Dios no es la respuesta a todo y que había todo un mundo por descubrir. Cuando supimos que en realidad el universo no giraba en torno a nosotros y que desconocíamos casi todo, nos pusimos manos a la obra a entender el mundo por nosotros mismos. Y eso funcionó, nos gustó y no pudimos parar. El conocimiento creó más posibilidades y la humanidad abandonó poco a poco la temerosa, cohibitiva y larga noche medieval que impuso el dogma religioso. Éramos libres para pensar, expresarnos, investigar, ... Nos quitamos la venda de siglos de mentira y sumisión, y nos dimos cuenta de nuestra verdadera esencia y posición en el universo. Durante miles de años, el camino científico que llevaba al crecimiento estaba bloqueado porque la gente creía que las sagradas escrituras y las tradiciones antiguas contenían todo el conocimiento importante que el mundo tenía que ofrecer. Una empresa que creyera que ya se habían descubierto todos los yacimientos petrolíferos del mundo no perdería tiempo ni dinero en buscar petróleo. De manera parecida, una cultura que creyera que ya sabía todo lo que merecía la pena conocer no se preocuparía en buscar nuevo conocimiento.

El progresivo autoconocimiento permitió reconocer nuestras limitaciones, desarrollar toda una economía financiera en seguir invirtiendo conocimiento, y, como resultado, hemos creado tecnologías que van supliendo nuestras limitaciones y que hace nada serían consideradas magias, y a sus portadores herejes merecedores de la hoguera. Es muy fácil no creer ya en Dios, pues no pago ningún precio por mi desconocimiento. Puedo ser un completo ateo, y aun así tener una mezcla muy rica de valores políticos, morales y estéticos procedentes de mi experiencia interior. Por eso, ante un dilema, ya no rezamos a algo que además nos juzga siempre, sino que nos escuchamos a nosotros mismos, pedimos consejo a alguien de confianza o profesional.

Esa bola del conocimiento es imparable porque una vez liberada de la cadena religiosa crece y crece mientras baja por la infinita senda de la ambición humana: cuanto más sabemos más tenemos, y más queremos. Si no os lo creéis, ¿por qué aquí nos quejamos constantemente de todo aun teniendo techo, comida y paz? Porque cuesta cada vez más hacernos felices. Pensad en qué sentirían vuestros padres si habrían tenido de niños la mitad de lo que tienen hoy los millenials, y lo difícil que es llenar a éstos hoy en día. Esa senda por la que cae la bola del progreso está bien alisada por el sistema actual que tiene el crecimiento económico como fin en sí mismo, sin límite alguno. Durante milenios, las sociedades se esforzaban por limitar los deseos individuales y llevarlos a algún tipo de equilibrio. Era bien conocido que las personas querían cada vez más para sí, pero cuando el pastel tenía un tamaño fijo, la armonía social dependía de la limitación. La avaricia era mala. La modernidad volvió al mundo patas arriba. Convenció a los colectivos humanos de que el equilibrio es mucho más aterrador que el caos, y puesto que la avaricia alimenta el crecimiento, es una fuerza del bien. En consecuencia, la modernidad animó a la gente a desear más, y desmanteló las disciplinas milenarias que refrenaban la codicia.

Pero ahora, invierto o presto en esto o aquello porque sé que lo recuperaré, o compro porque me gusta o me soluciona algo y me hace sentir bien. En esto, los bancos son expertos, y no es menos cierto que gracias a ellos se ha podido financiar a muchas empresas y particulares para sus respectivos proyectos, proyectos movidos por ideas, ideas surgidas de sueños e inspiraciones, que al fin y al cabo no habrían sido tomados en serio por la libertad de la que hoy se goza. Mi sueño, mis emociones, no las tuyas ni las del colectivo ni las de Dios. El problema es la velocidad que ha tomado esa bola, que está destruyendo todo a su paso, ecosistemas, aldeas, derechos... Todo se ha enfocado para llenar los bolsillos de los más capaces, de aquellos que más contribuyen al crecimiento económico. El sistema no te aplastará mientras aportes producción y crecimiento, de lo contrario tu suerte será rebuscar entre la basura porque a nadie le serás útil, ni a empresarios ni bancos, los nuevos sacerdotes de antaño. Lo que antes eran monsergas en Iglesias para ser temerosos de Dios, ahora lo es el marketing agresivo en los medios para orientar nuestros gustos y emociones por las cosas. Por mucho que no nos guste y tengamos que renunciar a nuestros caprichos más egoístas e infundados, deberemos reconocer la verdad de nuevo, la esencia humana y su lugar en el planeta. Está demostrado hasta el hartazgo que ahora no somos más felices que antes, más bien todo lo contrario. Para qué, entonces, tanta prisa por crecer, si ni siquiera sabemos qué diablos es eso. El Dr. Juan Luis Arsuaga, paleoantropólogo español del que me considero un gran fan, siempre dice que su consejo para ser felices es que seamos más primitivos. Pasear, movernos, reunirnos con familiares y amigos en torno a una hoguera para disfrutar de una barbacoa,…

Creemos que el crecimiento hará posible desarrollar más conocimiento y entonces crear la tecnología para salvarnos, incluso se habla del post-humanismo venidero en los próximos siglos, con seres humanos perfectos y felices. Pero lo cierto es que el margen de error para el colapso ambiental es más pequeño cada día. Y con él, también nosotros como civilización moderna. La fe en esta Arca tecnológica y de crecimiento infinito es en la actualidad una de las mayores amenazas al futuro de la humanidad y de todo el ecosistema. Si previamente bastaba con inventar algo sorprendente una vez cada siglo, en la actualidad necesitamos encontrar un milagro cada dos años. De ahí el dilema.

Ética humanista: si hace que te sientas bien, ¡hazlo!

Educación humanista: ¡piensa por ti mismo!

Arte humanista: la belleza está en los ojos del espectador.

Economía humanista: el cliente siempre tiene la razón.

Política humanista: el votante es quien mejor sabe lo que le conviene.




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